La verdad prohibida

Luis Leija.

La ciudadanía, aparentemente, durante las campañas y hasta el día de las votaciones es la protagonista principal de lo que el poder llama “Democracia”. Después, seguirá siendo la misma víctima indemne de la clase política incrustada en el poder, misma que se enseñorea en la cúspide de la pirámide social.

El pueblo, no solo en México sino casi en todo el mundo, es relegado secularmente a segundo término; los prometedores candidatos “ya elegidos”, ahora se hacen inabordables y escurridizos, se separan para solo responder a los oscuros intereses que financiaron su arribo al poder.

La realidad de los acontecimientos nunca se despeja, nos hacen saber lo que al poder conviene, la verdad histórica se oculta al público, la transparencia es un mito y sobrevivimos en un mar de especulaciones.

La realidad la impone el poder, lo que la ciudadanía puede saber se decide en la cúpula autoritaria, confabulada con los llamados poderes fácticos. Después de las elecciones, el pueblo vuelve a ser despreciado.

Mientras esta clase de política prevalezca, a esto no se le debe llamar “Democracia”. Por lo tanto, llamemos a cada cosa por su nombre, lo que vivimos quizá sea Demagogia, Oligarquía, Partidocracia, Plutocracia, Dictadura, Despotismo o algún otro adjetivo que lo califique como lo que es.

El pueblo nunca sabe con certeza lo que en verdad ocurre en el ámbito político, todo es secreto, tergiversado, distorsionado o mutilado en aras de presentar lo ocurrido en favor del poder. El primer y fundamental paso hacia la auténtica Democracia es la transparencia, el derecho a conocer la verdad, no solo de los hechos sino también de sus causas, para evitar seguir haciendo conjeturas.

El acceso a la información trascendente nos está vedado, solo dejan saber lo que quieren inocularnos, y si por algún descuido nos enteramos de verdades incómodas para el régimen, eliminan a la fuente que se arriesgó a semejante indiscreción, pero sin ninguna consecuencia penal para el infractor, como es el caso de Carmen Aristegui y la flagrante corrupción del presidente Enrique Peña Nieto.

Todo es opacidad cuando el ciudadano se atreve a investigar sobre la rampante corrupción que desde siempre ha cundido en el país, por ejemplo: ¿Por qué no hay acceso de la prensa libre al caso Colosio? ¿Por qué no se puede hablar con Aburto? ¿Cómo fueron las negociaciones en la venta de Telmex y Ferronales? ¿Qué hay detrás del cierre de Guanos y Fertilizantes, de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, Dina, de Ciudad Sahagún, Mexicana de Aviación, etc.? ¿El funcionamiento de Pemex y la CFE? ¿Y qué de las finanzas de los sindicatos y las Confederaciones de Trabajadores?

¿Qué pasa con los responsables de las múltiples represiones, desapariciones y asesinatos de miles de ciudadanos? ¿Quién ordenó los crímenes? ¿La cantidad de fraudes al erario público y con los bienes de la nación? ¿La inmensa cantidad de privatizaciones sombrías? Nada certero conocemos, solo mediante algunos indicios escapados podemos formarnos una suspicaz idea.

Por ello, lo primero que exigimos los ciudadanos es empezar con la transparencia total de toda gestión pública, sin reservas ni pretextos de “seguridad nacional” para ocultar la información que solicitamos. Luego, la aplicación estricta de la justicia, y no de la ley hecha a modo, para el infractor que ejerce el poder en turno.

La tan llevada y traída “Ley Anticorrupción” no puede ser un borrón y cuenta nueva, un “de aquí en adelante se aplicará estrictamente”, esta justicia debe ser retroactiva ilimitadamente, de lo contrario la impunidad seguirá siendo aliciente para esos pillos que provocan la patética decadencia de México.