La tiranía de las corporaciones y los platos rotos

Luis Leija.

Muy lejos de la ciudadanía, que padece la dictadura que le aplasta, están los teclados del poder; entre el pueblo y quien decide su destino se despliega un abanico de intermediarios engarzados a un complejo sistema jerárquico.

Cada uno de los niveles es presionado por el superior que traslada esa presión al nivel inferior, obedeciendo un ritmo frenético marcado por los tambores de la competencia, al son de la productividad y al compás del consumismo, piedra angular donde descansa la aberrante matriz en la que estamos inmersos y que llaman mercado, el gran dios fijador de precios en la economía “libre”. No es la demanda la que determina la oferta, sino la oferta la que determina la demanda.

En esta pirámide de escalafones, el vértice se pierde en las lejanas nubes estratosféricas, desde donde se señalan las directrices generales que habrán de irse concretando en políticas, planes, instrucciones y órdenes que se van derivando hasta llegar a nuestros funcionarios.

Desde esa cúspide financiera se marca el futuro y se indica el rumbo que habrán de seguir los pueblos del mundo, los dueños del destino de las sociedades, los propietarios de nuestras vidas. Son los poseedores de los bonos, acciones, certificados, títulos, escrituras, contratos, reservas monetarias, finanzas y corporaciones.

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De ellos dependen las reglas del juego, allá muy lejos se toman las decisiones que habrán de afectar a cientos de millones de familias, sin importar que sufran y se acongojen; al cabo las personas son solo cifras estadísticas, números que pueden desaparecer de un teclazo.

Las corporaciones financieras y fabriles son frías como un témpano de hielo, la crueldad es su estilo de ser, ahí no hay sentimientos de compasión, ni de comprensión al prójimo, van y vienen obedeciendo su instinto genético: obtener la máxima utilidad posible, esa es su mística y no pueden renunciar a ello, el sistema es inelástico, rígido como el acero. La ley del mercado impondrá su criterio sobre toda consideración ética, el estado no debe intervenir para equilibrar, ajustar, defender y balancear los precios, eso nunca, ya que es el pecado más aberrante en el capitalismo, del que vamos colgados a querer o no.

No es la demanda la que determina la oferta, sino la oferta la que determina la demanda, la fuerza por medios publicitarios, propagandísticos o cualquier otra estrategia mercadológica; las mercancías pueden ser armas, medicinas, drogas, seres humanos, animales, sexo pederasta, servicios delincuenciales, vacunas, candidaturas, etc. El estado deberá permanecer ajeno, pues su intervención estará alterando las libres leyes del mercado.

Las corporaciones se permiten utilizar métodos alejados de toda ética para lograr sus propósitos oligopólicos y los ciudadanos de las bases acaban siempre pagando, desde su pobreza, los platos rotos.