La vileza política y las redes sociales
Conforme transcurre el devenir histórico de una sociedad, hay actos y omisiones de ésta que la llevan a progresar o a hundirse, a alcanzar escalas de alto desarrollo o a degenerarse social y políticamente hasta grados realmente ignominiosos. Nosotros los mexicanos, por desgracia, desde hace mucho tiempo vamos en caída libre por el abismo de la degradación moral. Y a pesar de los instrumentos tecnológicos que tenemos en materia de comunicación, como lo son las redes sociales, no hemos podido combatir del todo la vileza con la que se conducen infinidad de servidores públicos, a quienes con nuestros impuestos pagamos para que nos brinden seguridad y bienestar social, pero algo estamos avanzando.
Recientemente, gracias a esas redes sociales y a algunos medios de comunicación que tienen excelente cobertura en esta modalidad, los ciudadanos pudimos enterarnos que por lo menos 100 millones de pesos destinados a ayudar a los damnificados de los sismos ocurridos en septiembre del año pasado fueron a caer a manos de vivales a través de la clonación de tarjetas del banco Bansefi, dirigido por aquél infame ex secretario de la Función Pública, Virgilio Andrade Martínez, que de manera vergonzosa exoneró al presidente de la República, Enrique Peña Nieto, en el descarado conflicto de interés de La Casa Blanca.
Así, hay damnificados que aparecen hasta 20 o 30 veces en las listas de “beneficiados”, pero no han recibido ni un solo peso de esos apoyos que fluctúan entre los 15 y 120 mil pesos por ciudadano afectado. Y como siempre sucede, las autoridades justifican sus tropelías con explicaciones burdas, como la ofrecida por la titular de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (SEDATU), Rosario Robles, quien señaló que la aparente clonación de tarjetas bancarias se debía a “homonimias”.
En los hechos, la ayuda no ha llegado a quienes debe de llegar y muchos millones de pesos están “perdidos”.
Otro asunto que ha indignado sobremanera y en el que nuevamente las redes sociales fueron decisivas para ejercer presión social, fue el caso del menor de edad Marco Antonio Sánchez Flores, alumno de la preparatoria Núm. 8 de la UNAM, detenido el pasado 23 de enero por elementos de la policía de la Ciudad de México, gobernada por el sátrapa perredista Miguel Ángel Mancera Espinosa. Marco Antonio fue desaparecido forzosamente por esos elementos policíacos que en su mayoría carecen de la más elemental preparación para ejercer sus funciones pues han sido entrenados más para practicar acciones represivas que para salvaguardar la seguridad de la ciudadanía.
Gracias a los reclamos masivos y a la intervención inmediata de personajes y organizaciones nacionales e internacionales de defensa de derechos humanos, que a través de las redes sociales le exigieron a Miguel Ángel Mancera la presentación con vida del joven Marco Antonio Sánchez, finalmente éste apareció golpeado y gravemente afectado psicológicamente en el municipio de Melchor Ocampo, en el Estado de México. Horas antes de su aparición, el corrupto gobernante Miguel Ángel Mancera declaró en conferencia de prensa que Marco Antonio Sánchez “probablemente andaba deambulando en las calles de la Ciudad de México o en el Estado de México”. Vaya casualidad.
Otro desaguisado promovido por una autoridad pública fue la agresión a la Caravana por la Dignidad, organizada por el gobernador de Chihuahua, el panista Javier Corral Jurado, que a su paso por la ciudad de Gómez Palacio, Durango, fue atacada y denostada por porros patrocinados por la alcaldesa priísta Juana Leticia Herrera Ale. Javier Corral y cientos de ciudadanos chihuahuenses que tomaron la decisión de marchar hacia varias ciudades de la República para exigir la extradición del ex gobernador saqueador priísta César Duarte, fueron amenazados y vilipendiados por contingentes violentos armados con palos y armas de fuego, organizados por esta alcaldesa y funcionarios municipales cercanos a ella que tienen viejos antecedentes de posesión de drogas.
Este tipo de actos que delatan la perversidad de nuestros gobernantes son los que nos hacen detestarlos y confiar cada día menos en ellos. Y ese rechazo cada vez se hace más evidente en los procesos electorales, como el que estamos viviendo, y en el cual los principales protagonistas están brindando un espectáculo verdaderamente triste, pues aparte de exhibir sus deficiencias intelectuales y culturales cada día que pasa se hace más patente la total falta de credibilidad que tienen.
¿Quién le cree a José Antonio Meade cuando dice que con él en la presidencia vamos a salir adelante como nación, cuando durante los últimos dos sexenios ha sido uno de los principales responsables de que llevemos menos comida a nuestras mesas y de que haya más desempleo e inflación en nuestro país?
¿Quién le cree a Ricardo Anaya cuando dice que, de llegar a la presidencia, todos los mexicanos tendremos autos eléctricos si él fue uno de los más acérrimos promotores de la reforma energética? ¿Quién cree en su nacionalismo cuando él mismo desarraigó a su familia que ha vivido más años en Atlanta, E.U., que en nuestro país?
¿Quién le cree a Andrés Manuel López Obrador que va a eliminar la corrupción cuando en las últimas dos décadas ha estado rodeado de personajes sumamente corruptos, como por ejemplo esos jefes delegacionales de Tláhuac y Xochimilco tan repudiados por la ciudadanía de estas demarcaciones? ¿Quién le cree a este embustero cuando dice que es enemigo de “la mafia del poder” cuando ha conformado su futuro gabinete con personajes pertenecientes precisamente a esa élite oligárquica que tanto daño nos ha hecho a los mexicanos?
Es insultante lo que sucede en nuestro quehacer político, pero también es alentador que gracias a esos nuevos canales de comunicación a los que miles de ciudadanos podemos acceder, como son las redes sociales, podamos estar mejor informados y podamos manifestarnos, denunciar y exigir a nuestros gobernantes que cumplan con su deber o renuncien.
Poco a poco, este recurso tecnológico se está convirtiendo en una herramienta decisiva que está generando un importante cambio social en las relaciones entre gobernantes y gobernados; un cambio que está dejando muy claro quiénes somos los mandantes y quiénes son los servidores públicos.