CORRUPTOCRACIA
Ciudadanía, eterna convidada de piedra en la toma de decisiones. La minoría corrupta es la que manda.
Luis Leija.
Este sistema de gobierno es el más extendido hoy en día por el mundo, y nuestro país no es la excepción, al contrario, es un claro ejemplo de esta forma de ejercer el poder político.
La corruptocracia es llamada en nuestro medio “democracia mexicana”, esta se dirime entre las cúpulas financieras, diplomáticas, patronales, partidarias y gremiales; no entre la ciudadanía que, expectante, se consuela especulando: ¿Quién crees que será el candidato? ¿A quién irán a nombrar en el partido para la próxima contienda electoral? ¿A quién apoya el Gobernador? ¿A quién señalará como su sucesor? ¿A quién nos irán a (im) poner?
“Desde el centro creo que van a poyar a éste, pero la campaña de éste otro la está financiando este grupo; creo que la garantía de impunidad para el presidente la puede otorgar éste, etc”. Son diálogos que se escuchan en el café, entre periodistas, burócratas, jubilados, profesionistas y desempleados enterados del teje y maneje de la grilla local.
Todos tratan de despejar dudas, quieren adelantar, casi adivinar, quién quedará en la silla, quién será el candidato triunfador ¿a quién apunta el dedo que mece la cuna regional? A ver si pueden arrimarse y pueda tocarles algo de su resplandor.
Lo patético es que, de estos análisis, a veces críticos, también se desprende la conformidad de que así son las cosas y se acepta tácitamente que si fuesen invitados a participar en la corruptocracia con enorme gusto participarían en ella, pues hay que llevar el gasto al hogar.
Las relaciones nepóticas y amatorias pesan en la selección que se hace de las figuras políticas que contenderán en las próximas elecciónes, los negocios amarrados desde los vértices del poder determinan la conveniencia o no de los candidatos. Los sucesores no nacen del pueblo, no de las bases ciudadanas, todos lo sabemos y lo constatamos; los candidatos son iluminados por el reflector de la cúspide, y la masa lo acata como algo natural, fatal, ante lo cual ¡nada en absoluto se puede hacer!
Nombres reconocidos, conocidos y desconocidos son barajeados, apellidos populares suenan entre los balcones y salones de los palacios municipales, estatales y de los congresos; todos los actores políticos se empiezan a formar en cuadro a modo, para que el dedo cupular apunte a su posibilidad.
La parafernalia cuesta demasiado dinero y tiempo, es una inversión para “legitimar” la burla, el saqueo, el abuso, la traición y el sometimiento de nuestra patria a la usura extranjera y la docilidad por la extracción infame que se hace de la riqueza nacional.
Los ciudadanos comunes no tenemos acceso a las decisiones del Estado, vivimos perfectamente alejados del poder, los supuestos representantes nos son absolutamente ajenos, no hay ni el mínimo contacto con ellos; permanecemos como simples espectadores de los sucesos públicos, el hecho de tener acceso a las urnas cada período electoral no es garantía de nada, tan solo es un protocolo político para legitimar y legalizar el poder.
El pueblo sabe que todo está amarrado y comprometido desde la cúpula, allá donde se reparten privilegios, se negocian candidaturas, se intercambian prebendas y se manejan arreglos verticales.
Los políticos se reúnen, platican, se traicionan, se atacan, hacen alianzas y pactos, se movilizan entre el lodo y la corrupción, y luego llegan a acuerdos dictados por fuerzas que no dan la cara, pero sí emolumentos.
Pero muchos locutorzuelos y comentaristas, conductores y periodistas insisten en llamar a nuestro régimen: democracia. En los medios todo es consigna, la censura debe cumplir con los lineamientos generales, el ritmo del país tiene que seguir el paso marcado por las instituciones bursátiles y financieras trasnacionales que mecen la cuna.
El pueblo no confiere nada, no deposita su soberanía en nadie, no otorga su voluntad, no nombra, no elige, no discute, no dialoga, no debate, no cuenta.