Lecturas para entender la violencia
Aunque no deja de ser cierto que lo que sucede en cada sexenio es absoluta responsabilidad del mandatario nacional en turno, en materia de inseguridad no son cinco meses del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, son al menos doce años los que llevamos nadando en un balde de sangre. En eso se ha convertido una parte de nuestro país. Un contenedor desbordado por la violencia para la que ya ni siquiera encontramos adjetivos. Hemos extraviado hasta la manera de nombrarla. Para detener la violencia necesitamos comenzar a leerla adecuadamente, y eso implica conocer y aceptar las causas que la generan, así como el comportamiento de las conductas violentas en México.
La numeralia del terror solo nos recuerda la dantesca realidad mexicana: el promedio de homicidios dolosos es de 94.7 por día. Según el Barómetro de conflictos de la Universidad de Heidelberg, Alemania, nuestro país se encuentra en el grado más elevado de intensidad bélica, nombrado como “guerra”, lo que implica el “uso sistemático, continuo y organizado de acciones violentas, de un nivel acorde con las posibilidades máximas de los contendientes y que provoca una destrucción duradera”.
La cuestión es si, en momentos violentos como los que hoy vivimos, tenemos la oportunidad de accionar o solo de reaccionar. Si tenemos la posibilidad de reflexionar o nos dejamos llevar por la inmediatez de la crueldad. Sin duda, una acción diseñada y planeada ofrece mejores resultados. No obstante que el tiempo se ha terminado, se impone realizar un análisis serio de la violencia y no caer en la irresponsabilidad de meter todos los actos violentos en el costal del “crimen organizado”. En tanto el discurso se mantenga igual, las prácticas para acabar con la inseguridad serán las mismas que no han dado resultado hasta el día de hoy.
El entendimiento de la violencia necesariamente debe realizarse desde el contexto de la escasez donde se genera. Desde la urgencia de la ausencia sin adjetivos que hace las veces de motor para el uso de la fuerza de un individuo o grupo de individuos sobre otros con la intención de someter a las víctimas. Pero la violencia no acaba ahí. No concluye con los daños producidos, sino también con la falta de castigo para los agresores y la reparación del daño, cuando esto es posible. La violencia como una manera de relación social se profundiza en el contexto de impunidad y corrupción existente.
La ubicuidad de la violencia, así como su carácter multifacético, multicausal y multifactorial nos obliga a realizar una lectura holística del fenómeno. Con ello, dejaremos de lado el anclaje situado en las actividades criminales para ampliar la mirada hacia la violencia generada por los cuerpos policiacos y las fuerzas armadas, la economía, la política, la ideología, la religión, la familia, los sistemas educativos, los medios de comunicación, la cultura; todo lo cual fortalece la violencia estructural que no se materializa en una persona, sino en un sistema que nos ahoga como sociedad.
La violencia que sufrimos en México va más allá de los asesinatos, los secuestros y las desapariciones; es una violencia simbólica que justifica la violencia material. Una violencia que ha deshecho el tejido social e inundado la realidad en su conjunto. Una violencia cuyo nivel de crueldad, ferocidad y sadismo nos ha dejado mudos como comunidad.
¿Hasta cuándo y hasta dónde se va a extender la violencia y la inseguridad? No lo sabemos. Esta es la dramática naturaleza de la violencia que hoy vivimos. Ni siquiera podemos mirar la luz al final del túnel.
En medio de este esquema social, no deja de ser decepcionante en lo político la total falta de reacción inmediata del presidente Andrés Manuel López Obrador ante la masacre de 14 personas (entre ellas un niño de un año de edad) el pasado 19 de abril en Minatitlán, Veracruz, día en que en lugar de dar condolencias a los deudos de los fallecidos el mandatario “izquierdista” arremetió contra los “conservadores” por la situación que se vive en el país, evadiendo el tema de la masacre durante casi una semana.
Por otro lado, y a raíz de la presión social causada por estos trágicos sucesos, el gobierno federal adelantó precisamente en el estado de Veracruz la intervención de la Guardia Nacional, aún sin que se hayan todavía aprobado las leyes secundarias que darán certeza jurídica absoluta a sus actividades y conformación. De esta manera, esta Guardia Nacional entró en funciones con los mismos elementos que integran las instituciones policíacas y militares permeadas por la corrupción, sin los exámenes de capacidad y confianza que desde un principio el gobierno lopezobradorista anunció que practicaría para garantizar la eficiencia y profesionalismo de esta “nueva institución”.
Así, sin herramientas efectivas en lo inmediato para dar soluciones reales a las graves deficiencias en la prevención de delitos de alto impacto y en el combate al crimen organizado, el gobierno del santón “izquierdista” Andrés Manuel López Obrador emprende una aventura muy similar a la de sus antecesores, con la desventaja de que su gobierno está siendo mucho más criticado y vigilado tanto por sus adversarios políticos como por la ciudadanía (la que votó y no votó por él), debido a las grandes expectativas de cambio que prometió durante los doce años que anduvo en campaña para llegar por fin a la presidencia de la República.
Hoy, lo deseable es que este mandatario, como buen servidor público, atienda las voces de sus mandantes, es decir, de la ciudadanía, y de sus buenos asesores, y haga oídos sordos a los cantos de sirenas y a los aduladores de siempre, que nunca faltarán para decirle que todo va bien en nuestro país.