Estado asesino
Tuvo que ser la agencia de noticias extranjera The Associated Press, quien revelara al mundo la ejecución de 22 presuntos delincuentes por parte de los integrantes del Batallón 102 de Infantería de la 22ª Zona Militar en el Estado de México. La masacre tuvo lugar en el poblado de San Pedro Limón, en el municipio de Tlatlaya, el pasado 30 de junio, pero los hechos se hicieron públicos hasta principios de septiembre cuando la Associated Press entrevistó a una testigo, quien declaró que las víctimas ya se habían rendido. “Los asesinaron en la bodega y los soldados les pusieron armas en las manos para aparentar un enfrentamiento”, dijo.
Fue el secretario de Gobernación, Miguel Osorio Chong, quien, sabiendo exactamente lo que sucedió, salió en septiembre ante los medios de comunicación para tratar de desvirtuar la grave acusación en contra del Ejército mexicano, pero las evidencias, los testimonios y la presión de organizaciones internacionales no le dejaron otra opción más que aceptar la responsabilidad de los elementos del Ejército en tan deleznable acto.
Sin embargo, lo anterior no fue más que un burdo teatro escenificado por este secretario de Gobernación, ya que al mismo tiempo que reconocía la participación del Ejército en este crimen el gobernador sátrapa del Estado de México, Eruviel Ávila Villegas, ordenaba “congelar” o encriptar durante 9 años toda la información relacionada con este caso, evidenciando así la protección que el Estado mexicano otorga a los actores de este tipo de genocidios.
Luego, días más tarde, el 26 de septiembre, se daría en el país otra muestra de Estado fallido o ineptitud total de Osorio Chong, quien se supone lleva las riendas de la seguridad interna de nuestra nación. Y esta vez significó la catástrofe política del actual sexenio del priísta Enrique Peña Nieto quien, desde junio del año pasado, debió de estar enterado (porque su secretario de Gobernación tenía la obligación de haberle informado) que el alcalde de Iguala, Guerrero, el perredista José Luis Abarca Velázquez, era un homicida que acababa de matar a su adversario político, el también perredista Arturo Hernández Carmona, quien fue secuestrado el 30 de mayo de 2013 junto con otros ocho ciudadanos (que también fueron asesinados) por elementos de la Dirección Pública Municipal de Iguala, al mando de Felipe Flores Velázquez. Estos hechos quedaron asentados desde el mes de julio de 2013 en las declaraciones ante notario público que hizo el ciudadano Nicolás Mendoza Villa, sobreviviente de esta masacre, quien en las indagatorias de los homicidios perpetrados el 31 de mayo de ese año manifestó que el alcalde José Luis Abarca Velázquez asesinó al Ing. Arturo Hernández Carmona dándole dos disparos de escopeta, uno en la cabeza y otro en el pecho, en el despoblado donde los llevaron los policías municipales para ejecutarlos debido a las diferencias políticas que las víctimas tenían con el alcalde homicida.
Pero ni Enrique Peña Nieto ni su secretario de Gobernación, ni el gobernador perredista de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero, hicieron nada al respecto, por lo que este grave acto de omisión de estos gobernantes fue el que ocasionó que el 26 de septiembre pasado este mismo alcalde asesino ordenara la detención ilegal y matanza de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, que preparaban un acto de protesta, así como los homicidios de seis ciudadanos más, en un día sangriento que no tiene más explicación que la que ya se ha dado en los principales medios de comunicación serios del país: la impunidad total y la protección de que gozan este tipo de personajes sórdidos por parte de las más altas esferas gubernamentales del país.
Como ya se sabe, gobernantes como el ahora prófugo ex alcalde de Iguala están ligados o forman parte del crimen organizado, del narcotráfico específicamente. Compran las candidaturas a los partidos políticos que los abanderan para llegar a esos cargos, asaltar el erario y proteger sus parcelas de poder. De otra manera estos sujetos nocivos jamás ocuparían un puesto de esa naturaleza.
Hoy, las masacres de Tlatlaya y de Iguala nos dejan ver que como sociedad hemos retrocedido a los peores momentos de los sexenios de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, nos dejan ver que estamos viviendo, nuevamente, una guerra sucia que debe de avergonzarnos por permitir que una élite delincuencial se haya encaramado en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de nuestra patria.
Y estos exterminios nos ponen por enésima ocasión en el aparador internacional con las enérgicas protestas de organismos internacionales de defensa de derechos humanos, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y Amnistía Internacional, así como de la ONU y la OEA.
Algo o mucho debemos hacer los ciudadanos a riesgo de ser cómplices silenciosos de estos crímenes de lesa humanidad.
Estos negros acontecimientos deben de representar la coyuntura final para decirles adiós para siempre a estos grupos delictivos que conforman los partidos políticos y llevan a ocupar puestos de gobierno a asesinos despiadados como el alcalde de Iguala, a ineptos y represores como el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero, a sujetos relacionados en averiguaciones previas por sus nexos con grupos del crimen organizado, como el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y a individuos impreparados, inexpertos y sin historiales académicos, como el presidente de la República, Enrique Peña Nieto.
Es el momento de decirles adiós a estos clanes mafiosos partidistas a reserva de que los próximos ejecutados sean nuestros hijos o nosotros mismos si nos atrevemos a levantar la voz protestando por alguna injusticia.
No podemos permitir que nuestro país se siga convirtiendo en un matadero, en un paraíso de gobernantes sordos, omisos y criminales enfermos.