Romo y el saqueo de la Lacandona II

Carlos Fazio.  

En el marco de la guerra de baja intensidad contra el EZLN, el Plan Chiapas 2000 de la Secretaría de la Defensa Nacional fue un componente esencial del Plan Puebla-Panamá (PPP) diseñado en Washington; formó parte de un programa integral que combinaba intervencionismo político, económico y militar, pero que fue presentado por Vicente Fox en 2001 como plan de pacificación, desarrollo y creación de empleos. El PPP fue una manifestación genuina de la clase capitalista trasnacional de comienzos del siglo XXI, y pieza clave de un proyecto de alcance geoestratégico continental e imperial de Estados Unidos, en que participaron sectores del gran capital financiero, consorcios multinacionales y las oligarquías de los países del área.

En ese contexto, lo que estaba en disputa en la selva Lacandona eran vastos recursos acuíferos, de hidrocarburos y biodiversidad hasta entonces vírgenes y apetecidos por las corporaciones para la acumulación de capital. Debido a la abundancia de agua, las zonas abarcadas por el PPP eran consideradas idóneas para el nuevo patrón técnico de producción de inicios de siglo, en particular, la biogenética y las plantas forestales comerciales. Según el Banco Mundial, Chiapas era un interesante campo experimental en biogenética y biodiversidad para los empresarios. Y no era casual que Savia, la empresa de Alfonso Romo, fuera la sexta trasnacional del mundo en agrobiotecnología.

El oligarca Alfonso Romo, Jefe de Gabinete de Andrés Manuel López Obrador, uno de los motivos por los que el EZLN manifestó su abierto rechazo al próximo gobierno de “izquierda” que encabezará el santón tabasqueño.

En el millón 879 mil hectáreas de la selva Lacandona –que concentraba ocho municipios bajo la influencia del EZLN– estaba 25 por ciento del agua superficial del país, que generaba entonces 45 por ciento del suministro hidroeléctrico, y la región albergaba más de la mitad de las especies mexicanas de árboles tropicales y 3 mil 500 especies de plantas. En el valle de Amador, donde el Ejército había tejido una red de instalaciones militares y tenía movilizados grupos aeromóviles de fuerzas especiales (Gafes), el petróleo se olía a ras del suelo, como había señalado al autor el subcomandante Marcos. Asimismo, en una carta a José Saramago, Marcos había dicho que en las áreas de Marqués de Comillas y Ocosingo había una inmensa mina de hidrocarburos, con un potencial estimado en 3 mil millones de barriles de petróleo. A su vez, el yacimiento Nazareth de Pemex se superponía con el poblado Francisco Gómez (antes La Garrucha), uno de los cinco Aguascalientes zapatistas, que quedaba “nadando” en el centro de ese yacimiento.

Los cuantiosos recursos acuíferos de Chiapas explicaban también las apetencias del capital global y las presiones para la privatización de la cuenca del Usumacinta y la construcción, con fondos privados, de ocho represas hidroeléctricas en la selva Lacandona. Proyecto menor, comparado con los programas de construcción de la Comisión Federal de Electricidad que, desde 1986, tenía previsto instalar 71 nuevas represas hidroeléctricas en Chiapas, que habrían de sumarse a las cinco que estaban operando. Los programas hidroeléctricos de la Lacandona contemplaban valles y cañadas donde se asentaban comunidades zapatistas, entre ellas las que surcaban el valle Amador, el Aguascalientes de Morelia y el municipio autónomo de Amparo Aguatinta.

No era difícil deducir que la “modernización” de Chiapas mediante las prácticas especulativas, depredadoras y fraudulentas propias de la ortodoxia neoliberal −incluida una nueva ronda de cercamiento de los bienes comunales, según escribiría por esos días David Harvey− significaría violencia y expulsión de pobladores. Por lo que no parecía casual que la saturación militar en las zonas de influencia zapatista hubiera sido guiada, más que por la amenaza guerrillera, por los intereses económicos y los planes de privatización de recursos geoestratégicos.

Los programas hidroeléctricos para la Lacandona servirían de apoyo a nuevos complejos urbano-industriales en Tabasco, el Istmo de Tehuantepec y otras regiones. Y allí era donde parecía cuadrar como anillo al dedo el PPP, con su red de carreteras, el mejoramiento de puertos, aeropuertos y la modernización del Ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, mediante inversiones públicas. El plan contemplaba “perfeccionar” las reformas a la legislación agraria y subsidios oficiales para enviar buenas señales a los inversionistas y acelerar la incorporación de capital privado en áreas de producción como las de derivados de petroquímicos básicos.

En ese marco no quedaba claro el apoyo de Fox a los Acuerdos de San Andrés con el EZLN, cuyo aspecto medular preveía, tras una reforma constitucional, un nuevo pacto social que modificara de raíz las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales con el campesinado indígena. El proyecto contemplaba una serie de derechos y garantías, como el derecho de los pueblos originarios a su hábitat y al uso y disfrute del territorio, conforme al artículo 13.2 del convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, suscrito por México. Para los “modernizadores” mexicanos los indígenas chiapanecos constituían un estorbo, por eso, de imponerse la nueva visión empresarial-gubernamental, sus derechos históricos sobre el control de las tierras, los bosques y recursos naturales habrían de ser arrasados, ahora, ante el único derecho reconocido por el capital trasnacional: la libertad del mercado.

(La Jornada).