Mucha alharaca y pocas acciones contra la corrupción

La semana pasada se dio a conocer el Índice de Percepción de la Corrupción 2018 de Transparencia Internacional, y México continúa hundiéndose. Desde el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, cuando quedamos ubicados en el número 32 de 70 países (mientras más alejados del cero, mayor es la corrupción), hemos descendido de forma constante y peligrosa. Con Ernesto Zedillo caímos al escalón 59; bajo el gobierno de Vicente Fox nos instalamos en el lugar 70; Felipe Calderón nos llevó al 105; y Enrique Peña Nieto nos dejó en el 135 de 177 naciones. Pues bien, la caída no se detiene y en esta ocasión amanecimos en el sitio 138 de 180 países, con una puntuación obtenida de 28/100, es decir, seis puntos por debajo de donde estábamos hace un sexenio. Todo con la Cuarta Transformación incluida.

La corrupción se materializa en el abuso de poder ejercido por muy pocos para obtener beneficios varios a expensas de muchos. La corrupción fortalece el poder con la falsa idea de que ayuda a solventar la ausencia de autoridad, pero al paso del tiempo lo que se obtiene es minar la credibilidad del gobierno y la sociedad. La corrupción antepone los intereses de un grupúsculo de personas sobre la colectividad. La corrupción se fortalece y perpetúa en un contexto de impunidad que, lejos de castigarla, la premia con la garantía de que no pasará nada.

De cara a la corrupción nos hemos transformado en una sociedad que vive en la incertidumbre y la inseguridad, lejos de la certeza y con la normalización de la corrupción como parte de la cotidianidad. Como el engranaje que sirve para mover a la sociedad política y civil. Como el aceite necesario para lubricar la maquinaria económica y política. Hemos llegado al punto de que nuestra ceguera ciudadana nos impide mirar la corrupción; y si acaso observamos la impunidad y la corrupción, las miramos como algo positivo. Como algo favorable que nos permite conseguir “bienestar” y “estabilidad”. En el día a día, nada más alejado de esta creencia.

A siete meses de iniciado el gobierno de la “Cuarta Transformación”, ninguno de los ex funcionarios corruptos de alto perfil del sexenio pasado ha sido indiciado ni mucho menos encarcelado, y las conferencias matutinas del presidente Andrés Manuel López Obrador se han convertido en un lamentable show de entretenimiento mediocre.

El costo social y económico de la corrupción en México alcanza 10 por ciento del Producto Interno Bruto. La sangría económica no para en el despilfarro del dinero público, sino que afecta los bolsillos de la población, quienes nos vemos obligados a destinar hasta 14 por ciento del ingreso familiar en pagos extra oficiales para obtener algún tipo de servicio público o privado. El costo no se detiene ahí, allende nuestras fronteras las calificadoras financieras se niegan a mejorarnos la nota de nuestros bonos soberanos no solo por lo endeble de nuestra economía, sino por el débil combate que hacemos a la corrupción. Por ello, las principales calificadoras internacionales proyectan que antes de año y medio no cambiarán la nota soberana de nuestro país, provocando con esto severas consecuencias económicas y financieras.

A siete meses de iniciada la 4T hemos transitado de la promesa de terminar con la corrupción a la alharaca mañanera de que todo tiempo pasado fue corrupto. No es que no lo haya sido, sino que no existe hasta el día de hoy nadie de los muchos hacedores mencionados tras las rejas o al menos llevando un proceso de investigación. Todos los días amanecemos con que los errores de este gobierno, los proyectos que no comienzan, las estrategias fallidas y los encontronazos discursivos son producto de la corrupción del pasado. No obstante, los culpables de todo ello parecen seres inmateriales, entelequias que solo habitan en la cabeza del presidente Andrés Manuel López Obrador, o por lo menos eso es lo que aparentan dado los pobres resultados que tenemos en el combate a la corrupción y a la impunidad.

Si realmente se busca llegar al fondo de toda esta maraña y hacer lo necesario para acabar con esta calamidad, lo que deberíamos hacer es fortalecer las instituciones responsables de mantener el control y equilibrio sobre el poder político; garantizar su capacidad para operar sin intimidación; robustecer las instancias encargadas de la fiscalización del ejercicio de gobierno; achicar la brecha existente entre las leyes y su aplicación, que al final del día permiten que la impunidad continúe porque el marco legal ni se cumple ni es igual para todos los ciudadanos; acabar con el uso patrimonialista de los recursos públicos; garantizar el ejercicio libre, independiente y seguro de los periodistas y los medios de comunicación, quienes al final de la jornada son los que sacan a las luz pública las diversas tropelías de nuestra clase política en contubernio con una parte de la sociedad. Dejar en el rincón de la historia la narrativa que justifica la corrupción: “El que no transa no avanza”, “un político pobre es un pobre político”, “la política es para enriquecerse”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”, “no hay general que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos”, “este es el año de Hidalgo, que chingue a su madre el que deje algo”, “más vale bolsa saca que bolsa seca”, “si no hay obras, no hay sobras”, etc.

Pero lo que eventualmente sería la joya de la corona en el combate a la corrupción en la 4T sigue durmiendo el sueño de los justos. El fiscal general, Alejandro Gertz Manero, no atina a cerrar ninguna investigación. Ora el caso Odebrecht y la participación del exdirector de Pemex, Emilio Lozoya, en la pepena de los sobornos en relación con la compra de una planta de fertilizantes por parte de la compañía petrolera; ora el asunto del delegado federal en Jalisco, Carlos Lomelí, y su conflicto de intereses por la venta de medicamentos al gobierno federal y a varios gobiernos estatales; ora los constructores del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México, en Texcoco…

Por menos que esto, en varios países de América Latina duermen tras las rejas decenas de funcionarios de nivel medio y superior, desde expresidentes hasta miembros de los poderes legislativo y judicial, así como importantes empresarios. Sin embargo, en nuestro país no sucede nada. Por más evidencias que aporten los medios de comunicación (son ellos quienes realizan las investigaciones y no las autoridades encargadas del combate a la corrupción), sistemáticamente son desestimadas por las fiscalías, y los presuntamente culpables se mantienen en libertad.

Desde luego, no se trata de llevar a cabo una cacería de brujas, pero si desde el mismo discurso de Andrés Manuel López Obrador todos los gobiernos anteriores fueron corruptos, pues que se actúe en consecuencia; porque, de lo contrario, se estaría cometiendo un delito mediante la complacencia de las acciones de corrupción cometidas en el pasado.

Parece que la premisa fundacional del nuevo gobierno que afirma: “si la cabeza no practica la corrupción, el resto del cuerpo tampoco”, no ha sido suficiente para acabar con este flagelo. Los resultados de Transparencia Internacional así lo confirman. Si bien es cierto, existen algunas acciones en contra del abuso de poder de diversos funcionarios, pero estas se inscriben en la órbita de las prácticas frívolas de los séquitos gubernamentales y no profundizan en los escenarios donde se gestan los grandes negocios al amparo del poder.

En tanto el gobierno de López Obrador no se decida con firmeza a ir tras los grandes culpables de la corrupción en México, la salud de la Republica continuará pendida de un hilo.