América Latina movilizada

Para que una sociedad se movilice en contra de situaciones adversas es necesario que existan las condiciones objetivas y subjetivas para hacerlo; las primeras son hambre, miseria y opresión; las segundas son necesidad, sentido y dirección. Sin la conjugación de estas realidades se vuelve complicado que una comunidad se movilice para exigir mejores condiciones de vida o bien para echar por tierra algunas disposiciones gubernamentales que considere que le lastiman como sociedad. De no darse estas condiciones, las comunidades ni siquiera alcanzan a visualizar las penurias en las que subsisten, y mucho menos pueden organizarse en favor de un beneficio colectivo. La falta de conciencia histórica, política y social termina por nublarles la visión y con ello son incapaces de mirar la explotación en la que viven. Caso contrario se presenta cuando los grupos de ciudadanos alcanzan a reconocer y aprehender la pesada realidad en la que se encuentran y comienzan a movilizarse en busca de mejores condiciones de vida. Veamos tres casos significativos en la América Latina convulsa de hoy:

Las movilizaciones en Chile no comenzaron por el alza a la tarifa del transporte público. Eso solo alcanza para visualizarse como el pretexto. Las razones que sacaron a la población chilena a las calles calan más profundo. Se cargan desde hace años. Han madurado y dolido por décadas sobre la espalda de los ciudadanos. La lucha y las exigencias serían reducidas de solo mirarlas a través del ojillo del aumento a la tarifa del transporte. Observar los días de movilizaciones con los miles de ciudadanos habitando calles y banquetas de las principales ciudades de este país, desde la óptica de una lucha por reducir el precio del transporte, es pecar de reduccionistas frente a la ola de indignación que recorre quince de las dieciséis regiones de la nación del Cono Sur.

Llamemos a las cosas por su nombre. En Chile asistimos a un estallido social, producto de la indignación por un modelo económico, político, militar y policial establecido bajo la dictadura de Augusto Pinochet y mantenido con pequeñas variaciones por los sucesivos gobiernos de izquierda y derecha. Sin duda alguna, la población no aguantó más.

Las revueltas son enfrentadas con las armas favoritas de los gobiernos latinoamericanos: el Ejército, la represión y la descalificación. La lectura que realiza el presidente Sebastián Piñera es errada por donde se le mire. El pueblo no es el enemigo. El enemigo del pueblo es el sistema de expoliación económica impuesto desde hace años. Las acciones del gobierno van en consecuencia a su interpretación: toque de queda, endurecimiento de las acciones para controlar a los manifestantes, despliegue de más de 20 mil soldados que al final son superados por las multitudes indignadas de jóvenes, estudiantes, trabajadores, marginados, profesionales, obreros, diversidad de colectivos y supervivientes del modelo neoliberal aplicado por décadas.

Las cifras dan muestra de la brutalidad militar y policiaca: una veintena de muertos, casi cuatrocientos heridos y más de 2 mil detenidos.

Por diversas razones las sociedades de Latinoamérica han venido rechazando los modelos políticos tanto de derecha como de izquierda.

Ante el descontento, el escenario es resbaladizo: el gobierno de Sebastián Piñera busca tiempo para enfrentar al monstruo social de varias cabezas. Las organizaciones, los colectivos y la población en general solo tienen el poder de la resistencia ante los embates gubernamentales y mediáticos. Los partidos políticos se miran rebasados y con poca imaginación para solucionar la crisis.

Sobre la mesa se encuentran las propuestas de solución que apuntan a cambios estructurales e incluso se habla de elaborar una nueva Constitución que garantice acabar con los privilegios de una reducida capa de la sociedad y regar con recursos y oportunidades a los amplios sectores desfavorecidos. Los cambios serán poco aceptados si solo se miran pinceladas de maquillaje para adornar la democratización de la sociedad. No aceptarán como victorias la renuncia de algunas piezas del gabinete presidencial, ni mucho menos simples brochazos para tratar de ocultar las desigualdades que genera el modelo económico chileno que tiene colocada a esa nación como el segundo país más desigual de la OCDE, que ocasiona que el ingreso promedio del 10% más rico de la población sea 19 veces mayor que el del 10% más pobre, y mantenga un sistema de pensiones colapsado donde la media de las pensiones es de 290 dólares al mes, es decir menos de 50% del salario promedio.

En Ecuador las revueltas van de la mano de la economía y la política financiera, luego de que el gobierno de Lenín Moreno, para acceder a un crédito de 4 mil 209 millones de dólares proveniente del Fondo Monetario Internacional (FMI), aceptó condiciones económicas-financieras-comerciales desfavorables para la población, que se concretaron con reformas tributarias para reducir el déficit fiscal; el despido de miles de burócratas; la eliminación de mil 300 millones de dólares de subsidio a los combustibles, que generó un alza de 123% en su precio, luego de cuatro décadas de contar con el apoyo gubernamental; la reducción de aranceles a la importación de productos informáticos; una disminución de los salarios de los contratos temporales en el sector público e incrementos de 10% en precios referenciales para el comercio al por mayor de productos básicos como arroz, huevo y papa.

Frente a esas disposiciones la población salió a tomar las calles, y ante las movilizaciones el gobierno respondió con la declaración del estado de excepción por 60 días, la criminalización de las protestas y la puesta en marcha de operativos policiacos y militares para arrestar a los manifestantes. Nada de esto funcionó ante el hartazgo de la ciudadanía que irrumpió por doquier.

En Bolivia las razones de la movilización tienen más un trasfondo político-electoral que económico, sin que necesariamente neguemos las duras condiciones económicas en las que permanece la población de aquel país, sobre todo si recordamos los altos niveles de marginación sufridos históricamente por la población indígena de Bolivia.

De todas maneras, lo que hoy tiene en las calles a un amplio sector de la sociedad es la poca claridad en los resultados de la jornada electoral del 20 de octubre para definir una nueva reelección del presidente Evo Morales, o bien, el cambio de estafeta a manos de Carlos Mesa. La oposición afirma que Morales no triunfó en la primera vuelta, mientras que el presidente Evo afirma lo contrario.

Lo que ahora vemos en las calles de La Paz es una sociedad más dividida que cuando comenzó el gobierno de Evo Morales, pues hoy parece que las clases medias urbanas se han alejado de su proyecto y encuentran un futuro más prometedor en el proyecto de centroderecha de Mesa. Para ello, han comenzado los bloqueos en calles, carreteras y caminos rurales, mientras que en algunas ciudades la población comienza a atrincherarse para enfrentar la respuesta policiaca y militar del presidente Evo.

En este caso de Bolivia están faltando herramientas adecuadas de diálogo que lleven a buen puerto las diferencias electorales. No estamos ante un problema estructural, sino ante un asunto electoral que debe ser resuelto de manera inmediata por las vías del diálogo y la concertación, sin descartar la posibilidad de ir a una segunda vuelta, lo cual oxigenaría el proceso electoral en cuestión. De lo contrario, ambas partes se culparán del incremento de la violencia que pudiera desatar el terror en las poblaciones de Bolivia.

Son varias naciones de América Latina las que se encuentran en ebullición. Cientos de miles de ciudadanos atrincherados en las calles repudiando los modelos económicos y políticos puestos en marcha por diversos gobiernos. En tanto, los potentados del dinero y la política solo piensan en el precio de la rendición que deberán pagar para apaciguar los ánimos sociales. Las estrategias puestas en marcha continuarán siendo la criminalización de las manifestaciones y las muestras de descontento, así como los estados de excepción y toques de queda para controlar de mejor manera el hartazgo ciudadano.

Evidentemente, la elite latinoamericana sigue privilegiando la atención y contención de las consecuencias, enterrando sistemáticamente las causas que producen la desesperación y desánimo de la población.