El espíritu democrático
Luis Leija.
Existen distintas maneras de ver e interpretar la Democracia; así, tenemos que hay consecuentemente varios conceptos dependientes de la voluntad de quien dice ejercerla y de quien la padece o la disfruta.
La Democracia más evocada y referida es la electoral, el maquillaje cosmético que da una apariencia de legitimidad artificial y que se practica en los sistemas políticos de casi todos los países, con diferentes grados de calidad.
Es la Democracia de la que hablan los políticos montados en ella, los locutores, los moderadores, los partidos, los jueces, los abogados, los burócratas, los intelectuales, los universitarios, los líderes, los empresarios, los funcionarios y los poderosos.
Reducen la Democracia a los procesos electoreros, es decir, a campañas, propaganda, publicidad, mítines, discursos, promesas, credenciales, urnas, comicios, mesas, votos, conteo, compra, acarreados, fraudes, alianzas, cortes, pactos y cabildeo, entre otros.
Este tipo de “democracia” nos costará el año venidero treinta y cinco mil millones de pesos ($35,000,000,000.00) en números redondos, lo que equivale a que cada voto de los ciudadanos empadronados costará a las arcas públicas alrededor de $500.00
Dinero no solo improductivo y tirado por el drenaje, sino una perjudicial ponzoña para seguir manipulando y engañando al pueblo soberano de México. Recursos abonados al pantano de la corrupción endémica que caracteriza a nuestro país.
Pero hay otras formas de entender la Democracia desde ángulos conceptuales profundos y esenciales y no como meramente superficiales.
El espíritu democrático, tal como el espíritu de las leyes de Montesquieu, no acepta retoques ni componendas, su nitidez no acepta manchas, parches ni disimulos.
La auténtica y pura Democracia, cuando se da, no requiere vigilancia, candados, controles, ni fiscalización; en ella se vive en un ambiente de confianza en cada miembro de la sociedad; la fidedigna Democracia se ejerce directamente por sus beneficiarios, los ciudadanos libres y conscientes, quienes son los depositarios de la soberanía.
No necesita ni institutos, ni comisiones, ni tribunales; éstos son síntomas de la desconfianza, de la disputa por el poder; la genuina Democracia prescinde de partidos, de corrientes cupulares, de bancadas y cabildeos; además, repudia a zánganos y parásitos que son onerosa carga para el Estado.
En una verdadera Democracia existe el pueblo como protagonista de su destino, y se respeta como persona individual al obrero, al campesino, al técnico, al empleado, al operador, al servidor, al indígena, al emprendedor, al profesional, al maestro, al artista, al estudiante, al desocupado, al anciano y al trabajador.
Nadie está por encima del pueblo, nadie lo representa sino él mismo, habla por su propia boca, este concepto de la Democracia es un estilo de convivir, de ser.
Lo demás es pura Demagogia.